Visualicen la escena: un paisaje desértico, dos ametralladoras Lewis listas para disparar, soldados australianos sudando bajo el sol abrasador, y un enemigo formidable… ¡emúes!
Sí, esas aves no voladoras, con patas larguísimas y un aire de «qué estás mirando», protagonizaron uno de los episodios más surrealistas de la historia militar.
Bienvenidos a la Guerra del Emú, un enfrentamiento tan absurdo como real.
¡El emú ataca!
Corría el año 1932 y Australia Occidental estaba al borde del colapso. Los granjeros, muchos de ellos veteranos de la Primera Guerra Mundial, habían sido reasignados para cultivar trigo en tierras remotas bajo condiciones tan duras que hacían llorar hasta a las piedras.
Estas tierras, lejos de ser un paraíso para la agricultura, eran secas, inhóspitas y plagadas de plagas, convirtiendo el trabajo en un constante ejercicio de supervivencia.

A esta situación ya de por sí crítica se sumó un enemigo inesperado: el emú.
Estas aves, de hasta 1,9 metros de altura y con un peso promedio de 45 kilos, habían descubierto en los campos de trigo un irresistible buffet libre y unas 20.000 de estas aves migraron hacia las tierras cultivadas, destruyendo no solo las cosechas sino también las vallas que protegían las propiedades de otros animales igualmente destructivos, como los conejos.
Ahora vuelvan a visualizar la escena: una nube de emúes marchando en formación, devorando trigo como si tuvieran tres estómagos, y dejando a su paso un paisaje desolador.
Para los granjeros, esto no era lo que se podría denominar «bucólica vida campestre»; era una pesadilla, un apocalipsis emplumado en toda regla. Los intentos iniciales por parte de los agricultores, armados con sus propias escopetas, resultaron ser una lucha perdida: los emúes eran rápidos, astutos y sorprendentemente resistentes a los disparos. En un día de «batalla» apenas lograban eliminar una docena.
Desesperados y sin otra opción, los granjeros acudieron al gobierno con la esperanza de encontrar una solución definitiva. El ministro de Defensa, George Pearce, inspirado quizás por un exceso de confianza en la maquinaria militar, propuso una solución que sonaba más a una broma: enviar al ejército.
Bajo su plan, las tropas se encargarían de eliminar a los emúes utilizando ametralladoras pesadas. La lógica era simple: si habían enfrentado a soldados enemigos en la Primera Guerra Mundial, ¿qué diferencia podía haber en derrotar a unas aves?
Spoiler: mucho más de lo que esperaban.
Capítulo 1: Preparativos para la «guerra»
El plan era brillante en su simpleza, o al menos eso parecía en papel. Dos ametralladoras Lewis, 10.000 cartuchos de munición, un puñado de soldados dispuestos a todo, y un comandante, G.P.W. Meredith, liderando la carga con toda la solemnidad de quien se imagina escribiendo una brillante historia militar que se iba a estudiar en un futuro en las academias de medio mundo .
La misión: acabar con los emúes. Claro, conciso, meridiano.
La idea de Pearce, el Ministro de Defensa, fue recibida con una mezcla de escepticismo y entusiasmo entre los granjeros. ¿Un ejército profesional enfrentándose a pájaros?
Así que, con promesas de gloria (y la esperanza de recuperar sus cosechas), los granjeros dieron la bienvenida al despliegue militar.
Las ametralladoras Lewis, herederas de la Primera Guerra Mundial, eran armas confiables… contra soldados humanos. Pero los emúes eran un enemigo completamente diferente. Estas aves, de hasta 1,80 metros de altura y capaces de correr a velocidades de hasta 50 kilómetros por hora, tenían una resistencia física que haría palidecer a cualquier atleta olímpico. Y no solo eran veloces: los emúes, con sus largas patas, eran maestros en el arte de desaparecer entre los matorrales, desorientando a cualquier perseguidor.
El comandante Meredith, con su porte militar y bigote impecable, asumió su papel con seriedad. Asegurándose de que las armas estuvieran en perfecto estado, organizó al reducido equipo como si estuvieran a punto de enfrentar a un batallón enemigo. «Esto será rápido», debió pensar.
El primer obstáculo fue logístico. Las carreteras rurales eran poco más que senderos polvorientos llenos de baches. Transportar ametralladoras en vehículos destartalados fue una tarea tan frustrante como tratar de abrir un paraguas en un huracán.
Además, el personal militar pronto se dio cuenta de que los emúes no eran simples objetivos en movimiento: parecían tener un sexto sentido para esquivar balas.
Los emúes no tardaron en demostrar que no iban a caer fácilmente. Según relatos posteriores, parecía que estas aves tenían un plan maestro, como si un «Consejo de Emúes» hubiera diseñado tácticas para hacer frente a los invasores humanos. Se dispersaban en pequeños grupos, corrían en zigzag y utilizaban el terreno a su favor, dificultando cualquier intento de apuntar con precisión.

Meredith y sus hombres se encontraron enfrentando un enemigo inesperadamente organizado y, lo que era peor, invulnerable a las estrategias tradicionales.
«Si estos pájaros tuvieran ametralladoras, conquistarían el mundo», se dice que murmuró un soldado después del primer intento fallido de emboscada.
Capítulo 2: La primera batalla de la Guerra del Emú
El 2 de noviembre de 1932, el ejército llegó al frente de batalla con toda la confianza del mundo, armados con ametralladoras y una determinación que solo puede venir de subestimar profundamente a tu enemigo. Era una mañana clara en los campos de Australia Occidental, y el ambiente estaba cargado de expectación. Los soldados, liderados por el comandante G.P.W. Meredith, marcharon hacia el «enemigo» con la seguridad de que sería una victoria rápida y decisiva.
El primer encuentro no tardó en llegar. Un grupo de aproximadamente 50 emúes pastaba tranquilamente cerca de las cosechas arruinadas. Los soldados, emocionados, montaron sus ametralladoras Lewis y apuntaron con precisión casi ceremonial. «Fuego», ordenó Meredith. Y ahí fue cuando todo comenzó a desmoronarse.
Al escuchar el estruendo de las primeras ráfagas, los emúes entraron en acción como si hubieran sido entrenados en tácticas militares. En lugar de correr en pánico, se dispersaron en pequeños grupos, cada uno moviéndose en diferentes direcciones. Sus largas patas y su velocidad inigualable convirtieron la escena en un caos absoluto. Los soldados intentaron ajustarse al movimiento errático de las aves, pero disparar a un objetivo que corre a 50 kilómetros por hora y en zigzag resultó ser más difícil de lo que parecía. Las ametralladoras, diseñadas para detener soldados enemigos, eran prácticamente inútiles contra un adversario tan ágil y desordenado.
El resultado de esta primera batalla fue tan desalentador como surrealista: apenas «quizás una docena» de bajas emplumadas. Y eso contando generosamente, porque algunos soldados sospechaban que incluso los emúes caídos simplemente estaban fingiendo. La munición, por otro lado, se estaba agotando rápidamente.

Para añadir sal a la herida, los soldados descubrieron que los emúes parecían aprender de cada encuentro. En los días posteriores, los grupos se dispersaron aún más rápidamente y se volvieron incluso más difíciles de rastrear. Los colonos locales, que inicialmente habían recibido al ejército con esperanza, comenzaron a mirarlos con incredulidad. ¿Cómo era posible que una operación militar bien equipada estuviera perdiendo contra un montón de pájaros?
Uno de los granjeros, según cuentan las anécdotas, comentó con una sonrisa irónica: «Tal vez deberíamos haberles ofrecido el trigo en bandejas de plata; al menos ahorraríamos munición».
Pero el ejército no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Con cada intento fallido, la determinación de Meredith de «ganar esta guerra» crecía, aunque la realidad sobre el terreno seguía riéndose en su cara y diciéndole lo contrario.
La primera batalla de la Guerra del Emú no solo fue un fracaso táctico, sino que también marcó el inicio de una serie de eventos que pronto pondrían en tela de juicio la efectividad del ejército australiano en esta inusual misión.
Capítulo 3: Ingeniería emplumada
La estrategia emú no se detuvo ahí.
Estas aves, que parecían haber leído algún manual avanzado de guerrilla, comenzaron a jugar al despiste con una maestría que haría envidiar a los mejores estrategas militares. Al darse cuenta de que las emboscadas y las ametralladoras no representaban una amenaza real, optaron por una táctica nueva: la confusión organizada. Se movían en grupos aún más pequeños, se escondían tras los arbustos y usaban el terreno irregular para desaparecer de la vista de los soldados.
Era como si los emúes se burlaran activamente del ejército con cada movimiento.
Ante este desafío, los soldados intentaron innovar. Inspirados por la necesidad (y seguramente había algo de orgullo herido), decidieron montar ametralladoras en vehículos para dar caza a los emúes a toda velocidad.
El plan sonaba brillante en teoría: un camión con una ametralladora podría superar la velocidad de los emúes y disparar desde una posición móvil.
En la práctica, para sorpresa de nadie, fue un desastre absoluto.

Para empezar, los caminos rurales eran poco más que senderos llenos de baches, piedras y zanjas que hacían que cualquier intento de conducción rápida pareciera una montaña rusa improvisada.
Los soldados a bordo del camión, armados con su ametralladora Lewis, rebotaban tanto que era imposible apuntar con precisión lo que llevó a los lugareños a bromear que el ejército estaba entrenando para cazar nubes en lugar de aves.
Y los emúes, por supuesto, aprovecharon la situación. Corriendo en zigzag y utilizando su velocidad máxima de 50 kilómetros por hora, se burlaban del vehículo, que apenas podía mantener el equilibrio en el terreno accidentado.
En un momento particularmente embarazoso, el camión se atascó en un matorral mientras un grupo de emúes observaba desde una colina cercana, como si fueran espectadores en un partido de fútbol.
A pesar de todo, el comandante Meredith no estaba dispuesto a admitir la derrota. «Es cuestión de tiempo», insistía. Pero en realidad, la moral entre las tropas comenzaba a decaer.
No solo estaban perdiendo contra un enemigo emplumado, sino que cada día parecía más evidente que los emúes no solo eran resistentes y veloces, sino también, de alguna manera, más astutos que ellos. La «ingeniería emplumada» estaba ganando la guerra, y el ejército australiano, por primera vez, parecía estar quedándose sin ideas.
Capítulo 4: Fin de la Guerra del Emú
Después de un mes de batallas, el balance final era tan absurdo como predecible. Apenas 200 emúes habían sido eliminados, y eso utilizando nada menos que 2.500 balas.
Al hacer las cuentas, cada emú representó unas 12 balas. Esto, en una operación que había comenzado con la confianza de que un ejército bien equipado podía resolver un «pequeño problema de aves», resultó ser una amarga lección en humildad.
El 10 de diciembre de 1932, tras semanas de intentos fallidos, el ejército australiano finalmente se retiró. No porque los emúes los hubieran vencido directamente en combate, sino porque seguir gastando municiones en un enemigo que literalmente corría en círculos comenzaba a parecer un ejercicio fútil. El informe final señalaba que la operación había sido «ineficiente».
Los granjeros, que al principio habían recibido al ejército como héroes, ahora los despedían con una mezcla de decepción y resignación.
El legado de esta «guerra» no fue solo una lección sobre la inutilidad de subestimar a la fauna local, sino también una fuente inagotable de chistes y anécdotas.
Décadas después, la Guerra del Emú sigue siendo recordada en Australia con una mezcla de incredulidad y humor.

Capítulo 5: Consecuencias de la Guerra del Emú
Después de la «derrota», el gobierno decidió que la solución no eran las armas, sino vallas más grandes.
Resultado: los emúes siguen abundando en Australia, felices y probablemente riéndose de los humanos mientras los más ancianos cuentan por las noches a los más pequeños historias de una remota guerra ganada a esos bípedos arrogantes al calor de una hoguera.
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EL AUTOR
Fernando Muñiz
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor y lector empedernido.
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