Autor: El café de la Historia
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La batalla de Carensebes
Rusia y Turquía nunca han sido el paradigma de la buena vecindad. La prueba son las trece guerras en las que se han enzarzado desde el siglo XVI, siendo la primera en 1568 y la última, la Primera Guerra Mundial.
Hoy nos trasladamos a la octava de estas guerras, que duró de 1787 a 1792.
El Imperio otomano estaba decidido a recuperar Crimea y otros territorios perdidos en la anterior guerra, y Rusia no daba su brazo a torcer en su intención de seguir arrebatando a los otomanos territorios que le permitiesen establecer bases navales lo más cerca posible del Mediterráneo.
José II, archiduque de Austria
Aquí entra en escena José II, archiduque de Austria y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y a la sazón hermano de María Antonieta, reina de Francia. El emperador mantenía unas estupendas relaciones con Catalina II de Rusia y acudió en su ayuda en calidad de aliado.
José II pertrechó un contingente de 100.000 hombres y, enterado de que el ejército turco se disponía a invadir enclaves estratégicos de la actual Rumanía, se plantó en las inmediaciones de la ciudad de Caransebes decidido a cortarles el paso.
El Imperio austrohúngaro era una amalgama de nacionalidades (italianos, húngaros, austriacos, rumanos, serbios, eslovenos, eslovacos, croatas…) y en su seno se hablaban hasta once idiomas diferentes. Así su ejército era un batiburrillo de unidades mal coordinadas que en muchos casos no se entendían entre sí, y una oficialidad que sólo hablaba alemán.
En el campamento del ejército del Imperio austrohúngaro
Eran las últimas horas del 19 de septiembre de 1788 y llegado el monumental ejército a las inmediaciones de Caransebes, montan el campamento para pasar la noche y tomar la ciudad a la mañana siguiente.
Como fuera que entre el campamento y la ciudad había un río, el Timis, los oficiales envían a un escuadrón de húsares (la caballería ligera de élite húngara del ejército del Imperio austrohúngaro), a cruzar un puente cercano y explorar la otra orilla para cerciorarse que no había otomanos en las inmediaciones.
Ajeno a todo el trasiego habitual en el campamento, José II se mete en su lujosa tienda imperial a descansar y se duerme a pierna suelta. Que para algo era el emperador.
Los húsares salen a la búsqueda de tropas del Imperio otomano
Mientras tanto, afuera está anocheciendo y el escuadrón de húsares atraviesa el puente, comprueba que no hay ni rastro de los turcos pero cuando están a punto de dar media vuelta, se topan con lo que resultó ser una caravana de gitanos de Valaquia que se dedicaban a la venta ambulante de alcohol.
Los húsares se miran entre ellos y deciden que por qué no echar unos tragos antes de volver. Descabalgan, hacen un fondo común y compran a los gitanos un barril de licor que no dudan en catar allí mismo.
Al otro lado del río, en el campamento, los oficiales empiezan a inquietarse por la tardanza del grupo explorador y deciden enviar un segundo escuadrón de caballería. Este segundo contingente divisa al primer grupo, se dispone en formación de combate y cuando ven que son de los suyos desmontan y no tardan en unirse a la fiesta.
Ante la falta de noticias de los exploradores, se mandan varias patrullas más que tal como llegan se van uniendo a la juerga y llega un momento en que aquello parecía más el parking de Barraca que una exploración militar, con gitanos y húsares confraternizando entre barriles descorchados alegremente en medio de bailes, música, cánticos soeces y muchos litros de alcohol entre pecho y espalda.
Inquietud en el campamento austrohúngaro
En el campamento austriaco, la inquietud iba en aumento y los oficiales, creyendo que sus partidas de exploradores debían estar en serios problemas con el enemigo, organiza un batallón más numeroso, esta vez de infantería, para atravesar el puente y averiguar qué narices estaba pasando en la otra orilla del Timis.
Cuando los soldados de las primeras filas de la columna de infantería van llegando al macrobotellón, piden permiso para unirse a la fiesta. Los húsares, totalmente borrachos, los invitan efusivamente a unirse a ellos pero, claro, aquello era un no parar y no dejaban de llegar soldados y más soldados, todos con tanta sed como ganas de fiesta, y los gitanos, viendo que ya no les quedaba más licor que vender, toman la decisión más inteligente que nadie tomó aquella noche: se quitan de en medio.
Se acaba el licor, empieza la gran trifulca
Los húsares, entonces, caen en la cuenta que sólo les queda un último barril, y decididos a defenderlo hasta las últimas consecuencias, levantan una barricada, se montan en sus caballos y se disponen en formación de cuadro a proteger su tesoro.
Cada vez van llegando más soldados y empiezan los empujones. De los empujones se pasa a los gritos y éstos desembocan en una refriega a bofetadas por el barril. Los ánimos se calientan a gran velocidad y de las bofetadas se pasa a los mandobles de sable, los húsares responden con una carga defensiva sin perder la posición del barril y alguien dispara su mosquete.
Ya es noche cerrada y en el campamento se oyen los disparos, y eso sólo significa una cosa: ¡Hay turcos al otro lado de la orilla!
Mientras, en medio de la refriega entre infantería y húsares, a alguien se le ocurre la brillante idea de gritar «¡Los turcos!» con el fin de asustar a los defensores del barril. Y consigue su efecto; los húsares entran en pánico y abandonan la heroica defensa del licor abriéndose paso entre los suyos a sablazo limpio. Pero al iluminado que se le ocurrió la genial idea no contó con que la infantería también entrase en pánico.
¿Resultado?
Una desbandada general, a oscuras, con el personal borracho, corriendo como pollos sin cabeza, la disciplina brillando por su ausencia, y los húsares saliendo a uña de caballo hacia el campamento pensando que los turcos venían detrás de ellos.
La infantería interpreta la huida de los húsares como que les están dejando solos ante un despiadado ataque de los turcos y huyen en caótica desbandada también hacia el campamento.
La estampa consiguiente es gente a caballo y a pie, arrastrándose magullados, la mayoría de ellos borrachos, todos ellos intentando alcanzar el puente a oscuras, pisándose unos a otros para llegar lo antes posible ya que parece que sólo si consiguen atravesar el río Timis pueden salvar la vida.
Pandemonio a las puertas del campamento austrohúngaro
Desde el campamento, un oficial que observa atentamente el tremendo jaleo que se está liando en la otra orilla intentando descifrar qué era lo que estaba ocurriendo, divisa en la oscuridad un barullo heterogéneo de gente que se dirige atropelladamente al campamento como si fuese un encierro de los Sanfermines.
Bajo su criterio, sólo puede ser una carga otomana. Los alaridos, los disparos, los lamentos de los heridos, las carreras desesperadas así se lo confirman. Y no está dispuesto a permitir que el enemigo entre en el campamento.
Manda tropas a su lado del puente y los oficiales, viendo que esa horda que se acerca a toda velocidad no son enemigos, sino que son soldados de su ejército, intentan parar la estampida al grito de «Halt!, halt!» que en alemán (recuerden que era el idioma de la oficialidad) significa «¡Alto!, ¡Alto!».
En su borrachera y exasperada carrera, los soldados, que en su mayoría no entendían el alemán, interpretaron que esos bultos del otro lado del puente les gritaban «¡Alá!, ¡Alá!» y llegaron a la conclusión de que eran los turcos, que en una hábil maniobra envolvente, habían tomado el otro lado del puente para aislarlos del grueso de su ejército. Y arremetieron contra ellos decidiendo que iban a vender caro su pellejo.
Así, un grupo caótico de sombras alcoholizadas y presas del pánico, decididas a pasar como fuese ese puente, arrollan al grupo que estaba al otro lado pasándoles por encima. A esas alturas el desconcierto es ya una espiral incontrolable y, para acabar de añadir más caos todavía a la situación, dentro del campamento, los caballos, asustados por los gritos y los disparos, rompen el cercado y se escapan encabritados arrollando todo lo que se ponía por delante.
Los caballos fugados corriendo en estampida produjeron un ruido infernal en la oscuridad que los austriacos confundieron con una carga de la caballería turca en las mismas puertas de su base.
Tan seguros estaban de tener al enemigo en la mismísima entrada del campamento que el oficial de artillería mandó colocar los cañones y disparar a bocajarro y al bulto contra esa turba que, desde la oscuridad, estaba cargando hacia ellos. Y, claro, masacran a su propio ejército.
Entre la confusión y la oscuridad sólo se alcanzaban a distinguir gritos en diferentes idiomas de «¡Los turcos, los turcos!» o «¡Sálvese quien pueda!«.
Al acercarse tanto la «batalla«, se despierta de su regio sueño el emperador y contempla estupefacto el caótico alboroto que reina a su alrededor y, sin entender nada, se sube al caballo ayudado por los criados pero una turba ciega que corre hacia él huyendo de sí misma, lo coge en volandas y, a pesar de los esfuerzos de su guarda personal para protegerlo, acaba arrojado por sus propios soldados al río, de tal manera que, calado hasta los huesos, tiene que nadar hasta la orilla para contemplar, triste e impotente, cómo su ejercito se autodestruía.
Dos días después, esta vez sí, el ejercito turco hace acto de presencia, y en el lugar donde esperaba encontrar al enemigo se encuentra la increíble y dantesca escena de entre mil y diez mil hombres muertos (la cifra depende las fuentes) entre charcos de sangre y animales destrozados y sin resistencia toman Caransebes, ciudad que acabó dando nombre a la batalla que ha pasado a la historia por ser la mayor derrota de un ejército a manos del propio ejército.
José II moriría dos años más tarde y de la pena que tuvo desde ese día mandó poner en su lápida el siguiente epitafio:
«Aquí yace José II, que fracasó en todo lo que emprendió».
Esta historia ha llegado hasta nuestros días, a pesar del empeño austriaco por encubrir el desastre, gracias a la biografía de José II escrita por el historiador Anton Johann Gross-Hoffinger en 1847 y está apoyada por correspondencia enviada por el propio emperador a colaboradores cercanos en la que explica con verdadero pesar el desastre de Caransebes.
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Al archiduque le dieron por donde menos se lo esperaba!!
Gracias, tienen un suscriptor más
Ese licor bien merece una investigación paralela, garrafon zingaro? Brebaje marca blanca Lidl? Me inclino por que era Jagger juas
La virgen, de dónde sacáis estas historias???, ja ja
Berlanguiana total esta historia.
Espectacular, los Monty Python avant la lettre