Autor: El café de la Historia
Fábulas de Jean de La Fontaine
El cuervo y el zorro
Estaba un señor Cuervo posado en un
árbol, y tenía en el pico un queso. Atraído por
el tufillo, el señor Zorro le habló en estos o
parecidos términos: “¡Buenos días, caballero
Cuervo! ¡Gallardo y hermoso sois en verdad!
Si el canto corresponde a la pluma, os digo
que entre los huéspedes de este bosque sois
vos el Ave Fénix.”
Al oír esto el Cuervo, no cabía en la piel de
gozo, y para hacer alarde de su magnífica
voz, abrió el pico, dejando caer la presa.
Agarrola el Zorro, y le dijo: “Aprended, señor
mío, que el adulador vive siempre a costas
del que le atiende; la lección es provechosa;
bien vale un queso.”
El Cuervo, avergonzado y mohino, juró,
aunque algo tarde, que no caería más en el
garlito.
La encina y la caña
Dijo la Encina a la Caña: “Razón tienes
para quejarte de la naturaleza: un pajarillo es
para ti grave peso; la brisa más ligera, que
riza la superficie del agua, te hace bajar la
cabeza. Mi frente, parecida a la cumbre del
Cáucaso, no sólo detiene los rayos del sol;
desafía también la tempestad. Para ti, todo
es aquilón; para mí, céfiro. Si nacieses, a lo
menos, al abrigo de mi follaje, no padecerías
tanto: yo te defendería de la borrasca. Pero
casi siempre brotas en las húmedas orillas del
reino de los vientos. ¡Injusta ha sido contigo
la naturaleza! –Tu compasión, respondió la
Caña, prueba tu buen natural; pero no te
apures. Los vientos no son tan temibles para
mí como para ti. Me inclino y me doblo, pero
no me quiebro. Hasta el presente has podido
resistir las mayores ráfagas sin inclinar el
espinazo; pero hasta el fin nadie es dichoso.”
Apenas dijo estas palabras, de los confines
del horizonte acude furibundo el más terrible
huracán que engendró el septentrión. El árbol
resiste, la caña se inclina; el viento redobla
sus esfuerzos, y tanto porfía, que al fin
arranca de cuajo la Encina que elevaba la
frente al cielo y hundía sus pies en los dominios del Tártaro.
Fábulas de Jean de La Fontaine
La rana que quiso hincharse como un buey
Vio cierta Rana a un Buey, y le pareció bien su corpulencia. La pobre no era mayor que un huevo de gallina, y quiso, envidiosa, hincharse hasta igualar en tamaño al fornido animal.
“Mirad, hermanas, decía a sus compañeras; ¿es bastante? ¿No soy aún tan grande
como él? –No.- ¿Y ahora?- Tampoco. -¡Ya lo
logré! -¡Aún estás muy lejos!”
Y el bichuelo infeliz hinchose tanto, que
reventó.
Lleno está el mundo de gentes que no son
más avisadas. Cualquier ciudadano de la medianía se da ínfulas de gran señor. No hay
principillo que no tenga embajadores. Ni encontraréis marqués alguno que no lleve en
pos tropa de pajes.
Los zánganos y las abejas
Sucedió que algunos panales de miel no
tenían dueño. Los Zánganos los reclamaban,
las Abejas se oponían; llevose el pleito al tri-
bunal de cierta Avispa: ardua era la cuestión;
testigos deponían haber visto volando al rededor de aquellos panales unos bichos alados, de color oscuro, parecidos a las Abejas;
pero los Zánganos tenían las mismas señas.
La señora Avispa, no sabiendo qué decidir,
abrió de nuevo el sumario, y para mayor ilustración, llamó a declarar a todo un hormiguero; pero ni por esas pudo aclarar la duda.
“¿Me queréis decir a qué viene todo esto?
preguntó una Abeja muy avisada. Seis meses
hace que está pendiente el litigio, y nos encontramos lo mismo que el primer día. Mientras tanto, la miel se está perdiendo. Ya es
hora de que el juez se apresure; bastante le
ha durado la ganga. Sin tantos autos ni providencias, trabajemos los Zánganos y nosotras, y veremos quien sabe hacer panales tan
bien concluidos y tan repletos de rica miel.”
No admitieron los Zánganos, demostrando
que aquel arte era superior a su destreza, y
la Avispa adjudicó la miel a sus verdaderos
dueños.
Así debieran decidirse todos los procesos.
La justicia de moro es la mejor. En lugar de
código, el sentido común. No subirían tanto
las costas. No sucedería como pasa muchas
veces, que el juez abre la ostra, se la come, y
les da las conchas a los litigantes.
Los dos mulos
Andaban dos mulos, anda que andarás. Iba el uno cargado de avena; llevaba
el otro la caja de recaudo. Envanecido éste
de tan preciosa carga, por nada del mundo
quería que le aliviasen de ella. Caminaba con
paso firme, haciendo sonar los cascabeles.
En esto, se presenta el enemigo, y como lo
que buscaba era el dinero, un pelotón se
echó sobre el Mulo cogiolo del freno y lo detuvo. El animal, al defenderse, fue acribillado,
y el pobre gemía y suspiraba. “¿Esto es, exclamó, lo que me prometieron? El Mulo que
me sigue escapa al peligro; ¡yo caigo en él, y
en él perezco! _Amigo, díjole el otro; no
siempre es una ganga tener un buen empleo:
si hubieras servido, como yo, a un molinero
patán, no te verías tan apurado.”
Fábulas de Jean de La Fontaine
El gallo y la perla
Un día cierto Gallo, escarbando el suelo,
encontró una perla, y se la dio al primer lapidario que halló a mano. “Fina me parece, le
dijo, al dársela; pero para mí vale más cualquier grano de mijo o avena.”
Un ignorantón heredó un manuscrito, y lo
llevó en el acto a la librería vecina. “Paréceme cosa de mérito, le dijo al librero; pero,
para mí, vale más cualquier florín o ducado.”
El gato y los ratones
Un gato, llamado Rodilardo, causaba entre las ratas tal estrago y las diezmaba de tal manera que no osaban moverse de su cueva.
Así, con tal penuria iban viviendo que a nuestro gato, el gran Rodilardo, no por tal lo tenían, sino por diablo.
Sucedió que un buen día en que Rodilardo por los tejados buscaba esposa, y mientras se entretenía con tales cosas, reuniéronse las ratas, deliberando qué remedio tendrían sus descalabros.
Habló así la más vieja e inteligente:
-Nuestra desgracia tiene un remedio:
¡atémosle al gato un cascabel al cuello!
Podremos prevenirnos cuando se acerque,
poniéndonos a salvo antes que llegue.
Cada cual aplaudió entusiasmada; esa era la solución ¡estaba clara!
Mas poco a poco reaccionaron las ratas, pues ¿cuál iba a ser tan timorata?
¡Quién iba a atarle el cascabel al gato!
La muerte y el leñador
Un pobre leñador, agobiado bajo el
peso de los haces y los años, cubierto de ramaje, encorvado y quejumbroso, camina a
paso lento, en demanda de su ahumada choza. Pero, no pudiendo ya más, deja en tierra
la carga, cansado y dolorido, y se pone a
pensar en su mala suerte. ¿Qué goces ha
tenido desde que vino al mundo? ¿Hay alguien más pobre y mísero que él en la redondez de la tierra? El pan le falta muchas veces,
y el reposo siempre: la mujer, los hijos, los
soldados, los impuestos, los acreedores, la
carga vecinal, forman la exacta pintura del
rigor de sus desdichas. Llama a la Muerte;
viene sin tardar y le pregunta qué se le ofrece. “Que me ayudes a volver a cargar estos
haces; al fin y al cabo no puedes tardar mucho.”
La Muerte todo lo cura; pero bien estamos
aquí: antes padecer que morir, es la divisa
del hombre.
El niño y el maestro de escuela
Un muchacho cayó al agua, jugando a la
orilla del Sena. Quiso Dios que creciese allí un
sauce, cuyas ramas fueron su salvación. Asido estaba a ellas, cuando pasó un Maestro de
escuela. Gritole el Niño: “¡Socorro, que muero!” El Dómine, oyendo aquellos gritos, volvióse hacia él, muy grave y tieso, y de esta
manera le adoctrinó: “¿Habráse visto pillete
como él? Contemplad en qué apuro le ha puesto su atolondramiento. ¡Encargaos después
de calaverillas como éste! ¡Cuán desgraciados
son los padres que tienen que cuidar de tan
malas pécoras! ¡Bien dignos son de lástima!”
y terminada la filípica, sacó al Muchacho a la
orilla.
Alcanza esta crítica a muchos que no se lo
figuran. No hay charlatán, censor, ni pedante,
a quien no siente bien el discursillo que he
puesto en labios del Dómine. Y de pedantes,
censores y charlatanes, es larga la familia.
Dios hizo muy fecunda esta raza. Venga o no
venga al caso, no piensan en otra cosa que
en lucir su oratoria. –Amigo mío, sácame del
apuro y guarda para después la reprimenda.
Fábulas de Jean de La Fontaine
Un hombre de cierta edad y sus dos amantes
Un hombre de edad madura, más
pronto viejo que joven, pensó que era tiempo
de casarse. Tenía el riñón bien cubierto, y por
tanto, donde elegir; todas se desvivían por
agradarle. Pero nuestro galán no se apresuraba. Piénsalo bien, y acertarás.
Dos viuditas fueron las preferidas. La una,
verde todavía; la otra, más sazonada, pero
que reparaba con auxilio del arte lo que había
destruido la naturaleza. Las dos viuditas, jugando y riendo, le peinaban y arreglaban la
cabeza. La más vieja le quitaba los pocos
pelos negros que le quedaban, para que el
galán se le pareciese más. La más joven a su
vez, le arrancaba las canas; y con esta doble
faena, nuestro buen hombre quedó bien
pronto sin cabellos blancos ni negros.
“Os doy gracias, les dijo, oh señoras mías,
que tan bien me habéis trasquilado. Más es lo
ganado que lo perdido, porque ya no hay que
hablar de bodas. Cualquiera de vosotras que
escogiese, querría hacerme vivir a su gusto y
no al mío. Cabeza calva no es buena para
esas mudanzas: muchas gracias, pues, por la
lección.”
El lobo y el perro
Era un lobo, y estaba tan flaco, que
no tenía más que piel y huesos: tan vigilantes
andaban los perros de ganado. Encontró a un
mastín, rollizo y lustroso, que se había extraviado. Acometerlo y destrozarlo, cosa es que
hubiese hecho de buen grado el señor Lobo;
pero había que emprender singular batalla, y
el enemigo tenía trazas de defenderse bien.
El lobo se le acerca con la mayor cortesía,
entabla conversación con él, y le felicita por
sus buenas carnes.
“No estáis tan lucido como yo, porque no
queréis, contesta el Perro: dejad el bosque;
los vuestros, que en él se guarecen, son unos
desdichados, muertos siempre de hambre. ¡Ni
un bocado seguro! ¡Todo a la ventura! ¡Siempre al atisbo de lo que caiga! Seguidme, y
tendréis mejor vida.” Contestó el lobo: “¿Y
qué tendré que hacer? –Casi nada, repuso el
Perro: acometer a los pordioseros y a los que
llevan bastón o garrote; acariciar a los de
casa, y complacer al amo. Con tan poco como
es esto, tendréis por gajes buena pitanza, las
sobras de todas las comidas, huesos de pollos
y pichones; y algunas caricias, por añadidura.”
El Lobo, que tal oye, se forja un porvenir
de gloria, que le hace llorar de gozo.
Camino haciendo, advirtió que el perro
tenía en el cuello una peladura. “¿Qué es
eso? preguntole. –Nada.- ¡Cómo nada! –Poca
cosa.- Algo será. –Será la señal del collar a
que estoy atado.- ¡Atado! exclamó el Lobo:
pues ¿que? ¿No vais y venís a donde queréis?
–No siempre, pero eso, ¿qué importa? –
Importa tanto, que renuncio a vuestra pitanza, y renunciaría a ese precio el mayor tesoro.”
Dijo, y echó a correr.
Aún está corriendo.
El ratón de campo y el ratón de ciudad
Invitó el ratón de la corte a su primo del campo con mucha cortesía a un banquete de huesos de exquisitos pajarillos, contándole lo bien que en la ciudad se comía. Sirviendo como mantel un tapiz de Turquía, muy fácil es entender la vida regalada de los dos amigos.
Pero en el mejor momento algo estropeó el festín:
En la puerta de la sala oyeron de pronto un ruido y vieron que asomó el gato. Huyó el ratón cortesano, seguido de su compañero que no sabía dónde esconderse.
Cesó el ruido; se fue el gato con el ama y volvieron a la carga los ratones. Y dijo el ratón de palacio:
— Terminemos el banquete.
— No. Basta — responde el campesino –. Ven mañana a mi cueva, que aunque no me puedo dar festines de rey, nadie me interrumpe, y podremos comer tranquilos. ¡ Adiós pariente ! ¡Poco vale el placer cuando el temor lo amarga !
La muerte y el desdichado
Un desdichado llamaba todos los días
en su ayuda a la Muerte. “¡Oh Muerte! exclamaba: ¡cuán agradable me pareces! Ven
pronto y pon fin a mis infortunios.” La Muerte
creyó que le haría un verdadero favor, y acu-
dió al momento. Llamó a la puerta, entró y se
le presentó. “¿Qué veo? exclamó el desdichado; llevaos ese espectro; ¡cuán espantoso
es! Su presencia me aterra y horroriza. ¡No te
acerques, oh Muerte! ¡retírate pronto!”
Mecenas fue hombre de gusto; dijo en
cierto pasaje de sus obras: “Quede cojo,
manco, impotente, gotoso, paralítico; con tal
de que viva, estoy satisfecho. ¡Oh Muerte!
¡no vengas nunca!” Todos decimos lo mismo.
Simónides preservado por los dioses
Nunca alabaremos bastante a los Dioses, a nuestra amante y a nuestro rey. Malherbe lo decía, y suscribo a su opinión: me
parece una excelente máxima. Las alabanzas
halagan los oídos y ganan las voluntades:
muchas veces conquistáis a este precio los
favores de una hermosa. Veamos cómo las
pagan los Dioses.
El poeta Simónides se propuso hacer el
panegírico de un atleta, y tropezó con mil
dificultades. El asunto era árido: la familia del
atleta, desconocida; su padre, un hombre
vulgar; él, desprovisto de otros méritos. Comenzó el poeta hablando de su héroe, y después de decir cuanto pudo, salióse por la tangente, ocupándose de Cástor y de Pólux; dijo
que su ejemplo era glorioso para los luchadores; ensalzó sus combates, enumerando los
lugares en que más se distinguieron ambos
hermano; en resumen: el elogio de aquellos
Dioses llenaba dos tercios de la obra.
Había prometido el atleta pagar un talento
por ella; pero cuando la hubo leído, no dio
más que la tercera parte, diciendo, sin pelos
en la lengua, que abonasen el resto Cástor y
Pólux. “Reclamad a la celestial pareja, añadió. Pero, quiero obsequiaros, por mi parte:
venid a cenar conmigo. Lo pasaremos bien:
Los convidados son gente escogida; mis parientes y mis mejores amigos: sed de los
nuestros.” Simónides aceptó: temió perder, a
más de lo estipulado, los gajes del panegírico. Fue a la cena: comieron bien; todos estaban de buen humor. De pronto se presenta
un sirviente, avisándole que a la puerta había
dos hombres preguntando por él. Se levanta
de la mesa, y los demás continúan sin perder
bocado. Los dos hombres que le buscan, son
los celestes gemelos del panegírico. Danle
gracias, y en recompensa de sus versos, le
advierten que salga cuanto antes de la casa,
porque va a hundirse.
La predicción se cumplió. Flaqueó un pilar;
el techo, falto de apoyo, cayó sobre la mesa
del festín, quebrando platos y botellas. No fue
esto lo peor: para completar la venganza debida al vate, una viga rompió al atleta las dos
piernas y lastimó a casi todos los comensales.
Publicó la fama estas nuevas. “¡Milagro!” gritaron todos; y doblaron el precio a los versos
de aquél varón tan amado de los Dioses. No
hubo persona bien nacida que no le encarga-
se el panegírico de sus antecesores, pagándolo a quién mejor.
Vuelvo a mi texto, y digo, en primer lugar,
que nunca serán bastante alabados los Dioses
y sus semejantes. En segundo lugar, que
Melpómene muchas veces, sin desdoro, vive
de su trabajo; y por último, que nuestro arte
debe ser tenido en algo. Hónranse los grandes cuando nos favorecen: en otro tiempo, el
Olimpo y el Parnaso eran hermanos y buenos
amigos.
La ternera, la cabra, y la oveja, en compañía del león
La Ternera, la Cabra y la Oveja, hicieron compañía, en tiempos de antaño, con un
fiero León, señor de aquella comarca, poniendo en común pérdidas y ganancias.
Cayó un ciervo en los lazos de la Cabra, y
al punto envió la res a sus socios. Presentáronse éstos, y el León le sacó las cuentas.
“Somos cuatro para el reparto,” dijo, despedazando a cuartos el ciervo, y hechas partes,
tomó la primera, como rey y señor. “No hay
duda, dijo, en que debe ser para mí, porque
me llamo León. La segunda me corresponde
también de derecho: ya sabéis cual derecho,
el del más fuerte. Por ser más valeroso, exijo
la tercera. Y si alguno de vosotros toca la
cuarta, en mis garras morirá”
Los ladrones y el jumento – Fabulas de Jean de la Fontaine
Por un jumento robado de peleaban
dos ladrones. Mientras llovían puñetazos,
llega un tercer ladrón y se lleva el borriquillo.
El Jumento suele ser alguna mísera provincia; los ladrones, éste o el otro Príncipe,
como el de Transilvania, el de Hungría o el
Otomano. En lugar de dos, se me han ocurrido tres: bastantes son ya. Para ninguno de
ellos es la provincia conquistada: viene un
cuarto, que los deja a todos iguales, llevándose el borriquillo.
La zorra y la cigüeña – Fabulas de Jean de la Fontaine
Sintiéndose un día muy generosa, invitó doña zorra a cenar a doña cigüeña. La comida fue breve y sin mayores preparativos. La astuta raposa, por su mejor menú, tenía un caldo ralo, pues vivía pobremente, y se lo presentó a la cigüeña servido en un plato poco profundo. Esta no pudo probar ni un sólo sorbo, debido a su largo pico. La zorra en cambio, lo lamió todo en un instante.
Para vengarse de esa burla, decidió la cigüeña invitar a doña zorra.
— Encantada — dijo –, yo no soy protocolaria con mis amistades.
Llegada la hora corrió a casa de la cigüeña, encontrando la cena servida y con un apetito del que nunca están escasas las señoras zorras. El olorcito de la carne, partida en finos pedazos, la entusiasmó aún más. Pero para su desdicha, la encontró servida en una copa de cuello alto y de estrecha boca, por el cual pasaba perfectamente el pico de doña cigüeña, pero el hocico de doña zorra, como era de mayor medida, no alcanzó a tocar nada, ni con la punta de la lengua. Así, doña zorra tuvo que marcharse en ayunas, toda avergonzada y engañada, con las orejas gachas y apretando su cola.
Para vosotros escribo, embusteros: ¡ Esperad la misma suerte !
El dragón de muchas cabezas y el de muchas colas
Un mensajero del Gran Turco se vanagloriaba, en el palacio del Emperador de
Alemania, de que las fuerzas de su soberano
eran mayores que las de este imperio. Un
alemán le dijo: “Nuestro Príncipe tiene vasallos tan poderosos que por sí pueden mantener un ejército.” El mensajero, que era varón
sesudo, le contestó: “Conozco las fuerzas que
puede armar cada uno de los Electores, y
esto me trae a las mientes una aventura,
algo extraña, pero muy verídica. Hallábame
en lugar seguro, cuando vi pasar a través de
un seto las cien cabezas de una hidra. La
sangre se me helaba, y no había para menos.
Pero todo quedó en susto: el monstruo no
pudo sacar el cuerpo adelante. En esto, otro
dragón, que no tenía más que una cabeza,
pero muchas colas, asoma por el seto. ¡No
fue menor mi sorpresa, ni tampoco mi espanto! Pasó la cabeza, pasó el cuerpo, pasaron
las colas sin tropiezo: esta es la diferencia
que hay entre vuestro Emperador y el nuestro.
La liebre y la tortuga – Fabulas de Jean de la Fontaine
Una Liebre y una Tortuga hicieron una apuesta. La Tortuga dijo: -A que no llegas tan pronto como yo a este árbol…
—¿Que no llegaré? -contestó la Liebre riendo-. Estás loca. No sé lo que tendrás que hacer antes de emprender la carrera para ganarla.
—Loca o no, mantengo la apuesta.
Apostaron, y pusieron junto al árbol lo apostado; saber lo que era no importa a nuestro caso, ni tampoco quién fue juez de la contienda.
Nuestra Liebre no tenía que dar más que cuatro saltos. Digo cuatro, refiriéndome a los saltos desesperados que da cuando la siguen ya de cerca los perros, y ella los da muy contenta y sus patas apenas se ven devorando el yermo y la pradera.
Tenía, pues, tiempo de sobra para pacer, para dormir y para olfatear el tiempo. Dejó a la tortuga andar a paso de canónigo. Ésta partió esforzándose cuanto pudo; se apresuró lentamente. La Liebre, desdeñando una fácil victoria, tuvo en poco a su contrincante, y juzgó que importaba a su decoro no emprender la carrera hasta la última hora. Estuvo tranquila sobre la fresca hierba, y se entretuvo atenta a cualquier cosa, menos a la apuesta. Cuando vio que la Tortuga llegaba ya a la meta, partió como un rayo; pero sus patas se atoraron por un momento en el matorral y sus bríos fueron ya inútiles. Llegó primero su rival.
—¿Qué te parece? -le dijo riendo la Tortuga-. ¿Tenía o no tenía razón? ¿De qué te sirve tu agilidad siendo tan presumida? ¡Vencida por mí ¿Que te pasaría si llevaras, como yo, la casa a cuestas?
El hombre y su imagen (al Señor Duque de la Rochefocauld)
Un hombre enamorado de sí mismo, y
sin rival en estos amores, se tenía por el más
gallardo y hermoso del mundo. Acusaba de
falsedad a todos los espejos, y vivía contentísimo con su falaz ilusión. La Suerte, para
desengañarle, presentaba a sus ojos en todas
partes esos mudos consejeros de que se va-
len las damas: espejos en las habitaciones,
espejos en las tiendas, espejos en las faltriqueras de los petimetres, espejos hasta en el
cinturón de las señoras. ¿Que hace nuestro
Narciso? Se esconde en los lugares más ocultos, no atreviéndose a sufrir la prueba de ver
su imagen en el cristal. Pero un canalizo que
llena el agua de una fuente, corre a sus pies
en aquel retirado paraje: se ve en él, se exalta y cree divisar una quimérica imagen. Hace
cuanto puede para evitar su vista; pero era
tan bello aquel arroyo, que le daba pena dejarlo.
Comprenderéis a dónde voy a parar: a todos me dirijo: esa ilusión de que hablo, es un
error que alimentamos complacidos. Nuestra
alma es el enamorado de sí mismo: los espejos, que en todas partes encuentra, son las
ajenas necedades que retratan las propias; y
en cuanto al canal, cualquiera lo adivinará: es
el Libro de las Máximas.
El león, el lobo y la zorra – Fabulas de Jean de la Fontaine
Un León decrépito, paralítico, y al cabo ya de sus días, pedía el remedio para la vejez. A los reyes no se les puede decir imposible. Envió a buscar médicos entre todas las castas de animales, y de todas partes llegaron los doctores, bien provistos de recetas. Muchas visitas le hicieron, pero faltó la de la Zorra, que se mantuvo encerrada en su guarida.
Un Lobo, que también hacia la corte al monarca moribundo, denunció al ausente camarada. El rey mandó que en el acto hicieran salir a la Zorra de su madriguera, y la llevaran a su presencia. Llegó, se presentó, y sospechando que el Lobo había llevado el chisme, habló así al León:
—Mucho temo, señor, que informes maliciosos hayan achacado a falta de celo la demora de mi presentación. Quiero que sepas, pues, que estaba peregrinando, en cumplimiento de cierta promesa que hice por tu salud, y he podido tratar en mi viaje con varones expertos y doctos, a quienes he consultado sobre la postración que te aqueja y aflige. Lo único que te falta es calor: los años lo han gastado.
—¿Y qué tengo que hacer? -preguntó el León.
—Que te apliquen la piel caliente y humeante de un Lobo, desollándolo vivo. Es remedio excelente para una naturaleza desfallecida. Ya verás qué camiseta interior tan buena te proporciona el señor Lobo.
Pareció bien el remedio al monarca, y mandó desollar en el acto al Lobo. Lo descuartizaron e hicieron tajadas. Cenó de ellas el León y se abrigó con su pellejo.
El sol y las ranas – Fabulas de Jean de la Fontaine
Las Ranas decidieron celebrar un consejo. Estaban muy asustadas. El Sol había dicho que iba a cambiar su rumbo. Que sólo calentaría la Tierra durante seis meses al año; los otros serían de oscuridad y frío.
—¿Qué será de nosotras? -alegaban consternadas-; se secarán las charcas, los ríos…No podremos echarnos panza arriba a calentarnos; desaparecerán los insectos que nos alimentan. ¡No es justo! ¡Tenemos que protestar seriamente!
Elevaron sus clamores, y entonces una voz les respondió:
—¿Sólo por ustedes…por su bienestar, desean que el Sol siga alumbrando y calentando la Tierra todo el año?
—¿Y por qué tenemos que desearlo por alguien más? -contestaron sorprendidas.
La cigarra y la hormiga – Fabulas de Jean de la Fontaine
Durante el verano una hormiga muy
trabajadora iba y venía una y otra vez
del campo a su hormiguero, siempre
cargada con algo. Pronto llegaría el
otoño y después el invierno. Por lo
tanto debía de recoger granos, hojas
y otros alimentos para almacenarlos
y poder tener provisiones hasta la
llegada del próximo verano.
Mientras tanto, una cigarra cantaba
muy contenta, tumbada en la rama
de un árbol.
La cigarra cantaba y cantaba a
todas horas alegremente. No
se preocupaba de nada más
que de comer y de cantar.
La hormiga, que veía siempre
a la cigarra descansando, no
entendía por qué ella no se
preocupaba de llenar también
su despensa para cuando
llegase el invierno.
Un día la cigarra le dijo a la
hormiga:
-No deberías trabajar tanto.
Haz como yo. Olvídate del
trabajo, descansa, diviértete y
disfruta de la vida.
Pero la hormiga no le hizo caso y continuó igual de laboriosa, acarreando hacia
la despensa de su hormiguero todos los alimentos que encontraba a su paso. Lo
mismo que ella también hacían otras hormigas que vivían en su hormiguero.
Mientras la cigarra, que era muy perezosa para trabajar, cantaba sin parar,
alegre y feliz, en los días de verano.
Pasó el verano y llegó el otoño, y como las nubes amenazaban lluvia, la hormiga
trabajó aún más para terminar de llenar su granero.
¡Estoy muy satisfecha de mi trabajo!- pensó la hormiga- Ya tengo provisiones
para todo el invierno. Y, después de esto se refugió en su hormiguero, porque
se acercaba el invierno y empezaba
a hacer frío.
-¡Qué frio tengo! – Dijo la cigarra- Ya
no tengo ganas de cantar. Además
tengo mucha hambre. Pero ¿dónde
podré encontrar comida y un refugio
para soportar este frío?
Entonces se acordó de la hormiga y
del alimento que había recogido,
mientras que ella solo se preocupó
de cantar y cantar. Por eso pensó en
ir a su casa para pedirle ayuda.
La hormiga, que era muy bondadosa,
al verla muerta de frío le ofreció
refugio en su granero y le dio alimento.
La cigarra se lo agradeció mucho y, por
fin comprendió lo importante que es
trabajar.
A partir de entonces le prometió a la
hormiga que cuando llegase la
primavera trabajarían juntas y que
sólo después de realizar su trabajo
se dedicaría a cantar.
Dos amigos – Fabulas de Jean de la Fontaine
Allá, muy lejos en Monomotapa, había dos amigos verdaderos. Todo lo que poseían era común entre ellos. Esos son amigos; no los de nuestro país.
Una noche que ambos descansaban, aprovechando la ausencia del sol, uno de ellos se levanta de la cama todo azorado; corre a casa de su compañero, llama a los criados: Morfeo reinaba en aquella mansión. El amigo dormido despierta sobresaltado, toma la bolsa, toma las armas, y sale en busca del otro. “¿Qué pasa? Le pregunta: no acostumbráis a ir por el mundo a estas horas; empleáis mejor el tiempo destinado al sueño. ¿Habéis perdido al juego vuestro caudal? Aquí tenéis oro. ¿Tenéis algún lance pendiente? Llevo la espada, vamos. ¿Os cansáis de dormir solo? A mi lado tengo una esclava muy hermosa: la llamare, si queréis.- No contestó el amigo; no es nada de eso. Soñaba os veía, y me pareció que estabais algo triste. Temí que fuese verdad, y vine corriendo. Ese pícaro sueño tiene la culpa. «Cuál de estos dos amigos era más amigo del otro? He ahí una cuestión que vale la pena dilucidarla. ¡Oh, que gran cosa es un buen amigo! Investiga vuestras necesidades y os ahorra la vergüenza de revelárselas: un ensueño, un presagio, una ilusión: todo lo asusta, si se trata de la persona querida.
El lobo y el cordero – Fabulas de Jean de la Fontaine
Un corderillo sediento bebía en un arroyuelo. Llegó en esto un lobo en ayunas, buscando pendencias y atraído por el hambre.
“¿Cómo te atreves a enturbiarme el agua?
dijo malhumorado al corderillo. Castigaré tu
temeridad. –No se irrite Vuesa Majestad, contestó el cordero; considere que estoy bebiendo en esta corriente veinte pasos más abajo,
y mal puedo enturbiarle el agua. –Me la enturbias, gritó el feroz animal; y me consta
que el año pasado hablaste mal de mí. —
¿Cómo había de hablar mal, si no había nacido? No estoy destetado todavía. –Si no eras
tú, sería tu hermano. –No tengo hermanos,
señor. –Pues sería alguno de los tuyos, porque me tenéis mala voluntad a todos vosotros, vuestros pastores y vuestros perros. Lo
sé de buena tinta, y tengo que vengarme.”
Dicho esto, el lobo me lo coge, me lo lleva al
fondo de sus bosques y me lo come, sin más
auto ni proceso.
El león y el ratón – Fabulas de Jean de la Fontaine
Dormía tranquilamente un león, cuando un ratón empezó a juguetear encima de su cuerpo. Despertó el león y rápidamente atrapó al ratón; y a punto de ser devorado, le pidió éste que le perdonara, prometiéndole pagarle cumplidamente llegado el momento oportuno. El león echó a reír y lo dejó marchar.
Pocos días después unos cazadores apresaron al rey de la selva y le ataron con una cuerda a un frondoso árbol. Pasó por ahí el ratoncillo, quien al oír los lamentos del león, corrió al lugar y royó la cuerda, dejándolo libre.- Días atrás – le dijo – te burlaste de mí pensando que nada podría hacer por tí en agradecimiento. Ahora es bueno que sepas que los pequeños ratones somos agradecidos y cumplidos.
Las alforjas – Fabulas de Jean de la Fontaine
Cuentan que Júpiter, antiguo dios de los romanos, convocó un día a todos los animales de la tierra.
Cuando se presentaron les preguntó, uno por uno, si creían tener algún defecto. De ser así, él prometía mejorarlos hasta dejarlos satisfechos.
-¿Qué dices tú, la mona? -preguntó.
-¿Me habla a mí? -saltó la mona-. ¿Yo, defectos? Me miré en el espejo y me vi espléndida. En cambio el oso, ¿se fijó? ¡No tiene cintura!
-Que hable el oso -pidió Júpiter.
-Aquí estoy -dijo el oso- con este cuerpo perfecto que me dio la naturaleza. ¡Suerte no ser una mole como el elefante!
-Que se presente el elefante…
-Francamente, señor -dijo aquél-, no tengo de qué quejarme, aunque no todos puedan decir lo mismo. Ahí lo tiene al avestruz, con esas orejitas ridículas…
-Que pase el avestruz.
-Por mí no se moleste -dijo el ave-. ¡Soy tan proporcionado! En cambio la jirafa, con ese cuello…
Júpiter hizo pasar a la jirafa quien, a su vez, dijo que los dioses habían sido generosos con ella.
-Gracias a mi altura veo los paisajes de la tierra y el cielo, no como la tortuga que sólo ve los cascotes.
La tortuga, por su parte, dijo tener un físico excepcional.
-Mi caparazón es un refugio ideal. Cuando pienso en la víbora, que tiene que vivir a la intemperie…
-Que pase la víbora -dijo Júpiter algo fatigado.
Llegó arrastrándose y habló con lengua viperina:
-Por suerte soy lisita, no como el sapo que está lleno de verrugas.
-¡Basta! -exclamó Júpiter-. Sólo falta que un animal ciego como el topo critique los ojos del águila.
-Precisamente -empezó el topo-, quería decir dos palabras: el águila tiene buena vista pero, ¿no es horrible su cogote pelado?
-¡Esto es el colmo! -dijo Júpiter, dando por terminada la reunión-. Todos se creen perfectos y piensan que los que deben cambiar son los otros.
Suele ocurrir.
La golondrina y los pajaritos – Fabulas de Jean de la Fontaine
Una golondrina había aprendido mucho
en sus viajes. Nada hay que enseñe tanto.
Preveía nuestro animalejo hasta las menores
borrascas, y antes de que estallasen, las
anunciaba a los marineros.
Sucedió que, al llegar la sementera del
cáñamo, vio a un labriego que echaba el grano en los surcos. “No me gusta eso, dijo a los
otros pajaritos. Lástima me dais. En cuanto a
mí, no me asusta el peligro, porque sabré
alejarme y vivir en cualquier parte. ¿Veis esa
mano que echa la semilla al aire? Día vendrá,
y no está lejos, en que ha de ser vuestra perdición lo que va esparciendo. De ahí saldrán
lazos y redes para atraparos, utensilios y
máquinas, que serán para vosotros prisión o
muerte. ¡Guárdeos Dios de la jaula y de la
sartén! Conviene, pues, prosiguió la Golondrina, que comáis esa semilla. Creedme.”
Los Pajaritos se burlaron de ella: ¡había
tanto que comer en todas partes! Cuando
verdearon los sembrados del cáñamo, la golondrina les dijo: “Arrancad todas las yerbecillas que han nacido de esa malhadada semilla, o sois perdidos. -¡Fatal agorera! ¡Embaucadora! le contestaron: ¡no nos das mala faena! ¡Poca gente se necesitaría para arrancar
toda esa sementera!”
Cuando el cáñamo estuvo bien crecido:
“¡Esto va mal! exclamó la Golondrina: la mala
semilla ha sazonado pronto. Pero, ya que no
me habéis atendido antes, cuando veáis que
está hecha la trilla, y que los labradores, libres ya del cuidado de las mieses, hacen
guerra a los pájaros, tendiendo redes por
todas partes, no voléis de aquí para allá;
permaneced quietos en el nido, o emigrad a
otros países: imitad al pato, la grulla y la becada. Pero la verdad es que no os halláis en
estado de cruzar, como nosotras, los mare y
los desiertos: lo mejor será que os escondáis
en los agujeros de alguna tapia.” Los Pajaritos, cansados de oírla, comenzaron a charlar,
como hacían los troyanos cuando abría la
boca la infeliz Casandra. Y les pasó lo mismo
que a los troyanos: muchos quedaron en cautiverio.
Así nos sucede a todos: no atendemos
más que a nuestros gustos; y no damos
crédito al mal hasta que lo tenemos encima.
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